Ya no hay locos

Hoy me atreví a fotografiarle. Nos habíamos cruzado en varias ocasiones y nos habíamos mirado. Hoy estaba por fuera de una iglesia blanca, de costa, justo a la entrada. Yacía recostado contra la dura piedra de una columna, con las manos bien agarradas a sus rodillas,  y una gorra negra de turista boca abajo llena de unas pocas monedas. Céntimos y más céntimos, rico motín de bronce.

 Sus ojos azules, gigantes, seguían cada zapato, bota, tacón, sandalia, princesa que pasaban frente a su nariz regordeta y achatada. En su gran mayoría zapatos negros de monja sobre medias aún más negras ocultas por una larga falda mucho más negra a punto de tocar suelo. Entablamos conversación rápido. Según él yo era Harry Potter y no lo sabía. Le dije que aún carecía de dotes de mago y me llevó la contraria. Dijo que tenía varita mágica y se estrujó con viveza el paquete. Después rió en una ruidosa carcajada ronca y seca de dolor de pecho. Entonces alcé la cámara, le pedí permiso para unas fotos y él cedió. 

"No existe la amistad, solo momentos de amistad", escribió en su diario el escritor francés Jules Renard. Por lo visto, aquel hombre de risa aquejada, era aficionado a las artes marciales y comenzó a deslizar manos y piernas con lentitud. Abriéndose en ancho vuelo, expandiéndose, henchido de no sé qué. También hizo muecas, desfiguró su cara ya demacrada, sacó la lengua, aumentó el tamaño de sus ojos hasta negar el parpadeo..., hizo el payaso con admirable destreza. Averiguó que yo era un vago intento de periodista y dijo con el tono entrecortado del extranjero: "Saldré en El Día". Le respondí que esa posibilidad era nula. Acercó sus uñas recubiertas de pegajosa suciedad amarilla a mis ojos, después retiró las largas y afiladas zarpas. Abrió la boca y dijo, mientras soltaba un palpable aliento a vino y cerveza: "Como si salgo en la página de las putas. Que dios te bendiga amigo". Qué lástima, pensé. Ya no hay locos.

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