“El lejano canto de un pájaro”

Capítulo I

Arrancó una hoja en blanco de su libreta, la arrugó, la escondió en el bolsillo izquierdo de su abrigo y después entre resoplidos, con los cachetes enrojecidos y como para sí mismo, susurró: “No...”. La despedazada hoja apenas superaba la minúscula suma de 4 palabras. Aún así, absorbido por un contenido y tímido ataque de cólera decidió separarla del resto de hojas, todas vacías, que componían su nueva libreta de tapa dura y negra. Los dedos, que ejercían una fuerte e inexplicable presión sobre el bolígrafo, comenzaron a resbalarse, a escurrirse, de sudor confundido entre la tinta azul. Lo intercambiaba repetidamente de una mano a otra, le quitaba la tapa azul y la volvía a colocar, como si estos monótonos y nerviosos ejercicios contribuyeran favorablemente a la labor que se disponía a emprender. Se sentía impotente y propiciaba cobardes pataditas contra la pared de un pequeño rincón de la azotea; asegurándose de que nadie se percatara de su indisimulable  espectáculo de juvenil frustración y tedio. Martín deseaba narrar la historia de sus alrededores desde lo alto de su azotea, sentía la imperiosa necesidad de dar testimonio de cada persona que se cruzara en su destino. “Destino de escritor”, se decía para sí mismo cuando presentía que todo se tornaba absurdo e insípido y  para recordarse  o convencerse de que algo sabía hacer y que había algo que valía la pena en este mundo. A los 11 años lo supo cuando abrió una pequeña antología de poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y leyó, con el corazón corriéndole en su pequeño pecho,  Amor Eterno. Ahí descubrió que el mar podrá secarse, que el sol podrá extinguirse, que la tierra es fina y frágil como el cristal y que las campanas de muerte jamás mataran el amor.

Martín creía, casi con devoción religiosa, en el poder que alberga una palabra bien dicha. Desconfiaba de aquellos que renegaban de las pasiones, de los sueños, de las fantasías, de la irracionalidad (como decían aquellos de quienes desconfiaba). A él no le interesaba la lejanía o el tamaño de Plutón, ni los números, ni siquiera reconocer de qué está compuesta una piedra, el ala de una mariposa o la uña roñosa de un humano sucio y descuidado. Una actitud un tanto radical y discutible para su prematura edad. Le parecían pérdidas de tiempo, filisteísmo y pedantería a más no poder. Él prefería observar la amplia gama de colores que aparecían en el ala de una mariposa mientras revoloteaba al calor del sol o las diferentes maneras de vestir que presentaba la luna cada noche, sin cuestionarse cómo ocurría esto, cuál es la causa de esto o aquello. Se limitaba y se conformaba en buscar palabras que evocaran el batir de alas de la mariposa.

Y justo aquella triste (por qué no decirlo) tarde silenciosa de marzo del 2020 no encontraba inspiración en las pintorescas alas de las mariposas, ni en el ladrido desesperado de perros tras los barrotes de un balcón, ni en el mar más azul que nunca, ni en el cielo de nubes blanquísimas, ni en los celebrados y eufóricos  aplausos de las 7. Pero de repente, se fijó en la sonrisa de una anciana que aplaudía desde el edificio de en frente. El pelo gris ceniciento, las cejas pobladas y gris oscuro y una sonrisa de labios cerrados que arrugaba aún más su rostro hasta achinar sus ojos y humedecerlos un poquitín. “¿Qué habrá vivido esta mujer?, ¿cuántas historias?”, se preguntó Martín. Esta era la clase de preguntas que a menudo se formulaba a sí mismo. Se fijó en las rugosas y pálidas manos de la mujer, cubiertas de alguna que otra mancha marrón, y sintiendo extrañeza de sí mismo trató de percibir el ruido que desprendían esas manos al margen de las otras. Escuchó un rato, como ensimismado, y, antes de que cesaran los aplausos, Martín dejó el bolígrafo sobre la libreta, tocó la hoja arrugada que guardaba en su bolsillo, y aplaudió con los brazos bien abiertos. Miró a la gente que sonreía y pronunciaba mensajes de ánimo desde  sus ventanas, a lo lejos escuchaba el Islas Canarias de Los Sabandeños proveniente de una calle próxima a la suya y entonces lo supo, con la misma convicción y fuerza presentida al primer encuentro con la poesía de Bécquer. Ahora sí. Tenía y debía contar esta historia.

(Continuará…)

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