Quizás preguntarse por la razón de nuestra escritura o de cualquier actividad artística es pecar de exceso de autoconciencia, de especulación ociosa que podría esterilizar la espontaneidad de novelar siempre sin propósito, sin aspirar a ningún fin, sólo entregándonos a la embriaguez de la imaginación y al indescriptible placer de sentir que un cuento o un poema inspira la sensación predilecta de los románticos: lo sublime. Pero, en ocasiones, siento que debo replantearme (como una especie de ultimátum) por qué mezclar todo mi vocabulario, mis habilidades retóricas y el poder de mi memoria en la composición de un texto que podría ser calificado de literatura, periodismo o fragmento privado de un diario. 

Resulta descorazonador presenciar el apocalíptico espectáculo que describe la prensa todos los días o la simple observación de infinidad de miradas extraviadas, ausentes, que me acompañan en mis rutinarios viajes en guagua. Esos inolvidables ojos fatigados por el cumplimiento de unas costumbres que arrebatan el vigor de todo carácter, que uno presiente que nada tienen que ver con la «verdadera vida», sino con los superficiales rituales de la vida en sociedad. ¿Cómo sentarme a emborronar papel habitando en el epicentro de esta gran ciudad enferma?

No me exijan, a estas alturas, un diagnóstico pormenorizado de todos los achaques de nuestra civilización tan habituada a simular que no pasa nada (he ahí el detalle más significativo y trágico de toda crisis: el fingimiento, el hacerse el loco, el no saber que uno está tocado). Pensadores como Nietzsche, Baudelaire, Freud, Marx  o Zambrano ya se ocuparon de registrar todos los malestares del siglo XX en Europa y, que el tiempo, ha agravado severamente hasta la actualidad. Baudelaire enloquecería de espanto si le informaran sobre los progresos y los ideales de la tecnología contemporánea. ¿Extinguir la muerte?, ¿enterrar la penosa imagen de la vejez?, ¿entusiasmarse ante el mesianismo ramplón de la filosofía transhumanista?…  Imagino al rabioso poeta de Las flores del mal propinándole sus mejores y más feroces blasfemias a los nuevos éxitos demoníacos de la modernidad. 

Escritura hospitalaria 

¿Pero para qué escribir desde este sanatorio? ¿Para qué aceptar el puesto de cronista en régimen hospitalario? ¿Acaso no resulta más loable ser médico, enfermero, payaso o misionero que ayuda de primera mano, que no se esconde tras la pantalla de su ordenador, que contribuye con la fisicidad de sus acciones a aliviar las dolencias de los pacientes más graves?... 

El ejercicio abstracto de la escritura me parece una labor de segunda categoría, de trinchera, frente al trabajo de otros que padecen en el campo de batalla, lamiendo las heridas de cualquier soldado que grita aquejado de pérdida de sangre, de miedo y del violento absurdo que define a toda guerra. Poseo ese prejuicio que juzga que toda acción concreta, material, es más valiosa que todas las artes. Así que me aflige encarnar el rol del escritor que vaga por los pasillos de este sanatorio a escala cósmica para después relatar anécdotas o transcribir diálogos que parecen simbolizar, con suerte, el espíritu de una generación. Prefiero a alguien que vela por la salud y bienestar de otro, antes que aquel que decide describirlo, pintarlo, señalarlo a distancia.... 

Sé que divago como un alienado y no he respondido a la solemne pregunta que motiva esta columna. Por suerte no incurro en esa necedad de la mentalidad dicotómica, dualista, que nos fuerza a elegir una cosa u otra: escribe o actúa, derecha o izquierda, Barça o Madrid, ateo o creyente, ciencias o letras, binario o no-binario... Por razones fisiológicas mi organismo está más predispuesto a experimentar una aguda sensación de extrañeza o de misterio ante los sucesos más extraordinarios y banales que acontecen en mi vida. E intuyo que en esta inclinación natural radica la génesis de mi apego a la expresión verbal. Siempre he experimentando, solo cuando cedo plena libertad a mi locura instintiva, que los objetos y los seres me murmuran sus soliloquios, que todo está animado, personificado, que todo dialoga conmigo en un lenguaje que milagrosamente sé traducir en palabras. 

Lo sé. Un absoluto delirio, un método ingenuo de aproximarse a la realidad, de escuchar al tiempo y de recopilar (sin discriminación y juicio humano alguno) todo lo que reciba nuestro oído. En esos instantes me embarga un placer tan hondo, tan desconocido, que siento que quiero consagrar toda mi vida a la búsqueda, escucha, de ese «lenguaje de las flores y de las cosas sin voz» (por citar otra vez a Baudelaire). 

Quizá todo quede en insignificantes borradores de un demente que anotó falsas revelaciones, sin valor estético alguno, en sus cuadernos de Folder. Pero eso qué importa. Lo esencial es la alegría, la convicción de un destino justificado, cada vez que escribo. Ya sea enmascarándome de crítico (como en estos artículos periodísticos) o coqueteando con la locura al traducir, o más bien abrir la boca como un meticuloso dentista de las regiones de la abstracción, a los desperdicios de los contenedores, a esa caja abandonada de patucos de bebé, a ese rostro familiar y ahora moribundo, a ese abandono de todo lo que calla y nos duele siempre en silencio... 

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