Ir a la peluquería significa enfrentarse a la insolente imagen que refleja el espejo. Los más presumidos y acostumbrados a observarse con extremo deleite no sacarán verdadero provecho a la experiencia mensual de cortarse la melena. Apenas sospecharán las lecciones espirituales y filosóficas que un mirón ocasional de su careto extrae de este ordinario comercio estético. Por lo general, uno concierta una cita con la pretensión de adecuarse a su ideal de belleza: exigimos la realización del peinado del hombre o mujer de moda y cruzamos los dedos confiando en el milagro de la metamorfosis en criatura más seductora, apuesta, voluptuosa... 

Este negocio sobrevive gracias a la fealdad, a la sospecha de una asimetría, a la pérdida del valor y la fama del pelo. Ya no resultan atractivos los enmarañados peinados del simio (solo los hippies aún rinden culto a la estética del chimpancé). Quizá la creación de las peluquerías sea un resquicio de nuestro desprecio al primate que fuimos, al animal salvaje que aún se agita histérico bajo nuestro vestuario, la educación y la civilizada convivencia con nuestros semejantes. La peluquería como síntoma del malestar de una cultura que busca borrar las huellas de su animalidad. Admitámoslo: es una desgracia parecerse a un mono o competir con el monstruoso Yeti. El ideal del cuerpo velludo dejémoslo para otras especies, para el récord Guiness o para los propósitos transgresores de ciertas tentativas políticas. 

El peluquero nos ajusta una túnica negra, como si fuera a iniciarse una escrupulosa liturgia, un luto consagrado a una imagen que pronto va a desvanecerse, la pérdida de un antiguo y más peludo «yo»... Andamos hacia nuestro correspondiente asiento con el pelo recién lavado con un champú caro y refrescante y masajeado por unas manos expertas en la sensibilidad capilar. Nos ofrecen sentarnos con pomposa y ceremoniosa cortesía, como anticipando la gravedad, el núcleo de este ritual... Nos acomodamos, algo titubeantes, como si el silloncito fuera de porcelana, como si fuera a resquebrajarse al mínimo contacto con el peso de la víctima. Pero no destruimos nada. Frente a nuestros ojos solo un espejo, tú, y el profesional que dificulta la posibilidad de esquivar el reflejo. 

Te detienes a observar la anchura de unas ojeras insospechadas, el brillo u opacidad de unos ojos que delatan quién eres, las comisuras de unos labios irónicos, tristes, pícaros o moldeados por la ternura... Encuentras, nostálgico, el rastro de cicatrices de un sol extinto hace ya muchos veranos, todas las muecas que han falseado tu verdadero rostro, el presentimiento de un enigma oculto y retador en tu fisonomía. Las preguntas últimas irrumpen en tu conciencia mientras toda tu pelambrera va ensuciando tu manto y el suelo del local.  «¿Qué me cuenta el rostro del espejo?», te preguntas con curiosidad, aguzando tu intuición, ansioso por descifrar de dónde proviene ese ineludible deseo de saber quién se es, qué escurridiza entidad habita, prisionera, bajo nuestra carne.

La peluquería incentiva nuestra tendencia a la introspección, a la iniciación en ascesis equiparables al yoga y a la revelación de un misterio capital, obsesión esencial de poetas modernos: El espejo. Fuente del más vulgar narcisismo, agravamiento de la soledad o principio de intuiciones metafísicas. Al otro lado, siempre estás tú, observando entusiasmado tu nuevo look, testigo de todas las matizadas expresiones que fluctúan por tu rostro mientras esperas a que el peluquero cumpla con su aparente tarea de cortarte el pelo, ya que su verdadero y sagrado oficio es el del diálogo socrático o el de asistir de cómplice al encuentro del cliente con sí mismo, al sometimiento de la prueba de verse tal como se es, sin concesiones, sin poder levantarse de la silla durante una hora.

Acto rebelde, singular, en una época aficionada a las evasiones, a la obsesiva persecución de distracciones y entretenimientos masivos. Eso sí, sugeriría a las peluquerías que suprimieran la música para potenciar el dramatismo de toda la ceremonia. No perderán clientes, no permitan que el temor les frene. La coquetería es invencible y este animal seductor por excelencia nunca dejará de hacer todo lo posible por halagar sus caprichos de esteta. Así que ahorren parte de su capital en la compra de altavoces e inscriban a la entrada de sus locales: “Nosce te ipsum” (conócete a ti mismo).

Ningún publicista o perito en marketing de salones de estética elogiará lo suficiente esa facultad de fomentar la quietud y la abolición de distracciones para propiciar la atmósfera ideal para la introspección: el recuento de las fechorías cometidas a lo largo del día, el resurgimiento de recuerdos hirientes, el mordaz cuestionamiento de todos nuestros propósitos vitales y la violenta irrupción de la infranqueable y eterna pregunta que aturde a los espíritus más metafísicos: 

«¿Qué mira aquel que está ahí?... ¿A quién?... 
Por favor, espejito, dime su nombre...»

Y el peluquero, sobresaltado al escuchar semejante súplica, sonríe al cliente orgulloso por el cumplimiento de un exitoso y enmascarado sacerdocio. Satisfecho del poder de su profana catedral de espejos y de ininteligibles coros de secadores, vehementes chismorreos, y mensajes (pruebas) enviados siempre al multiplicarse la imagen de nuestros cuerpos. 




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